-Le traje Las dos últimas páginas. Pero quiero decirle que todo sa-
lió mal.
Me pareció adivinarle una lágrima fantasmal.
—Lea. Lea lo que me ha traído.
—¿Para qué? A usted no le interesa.
—Esta noche sí. Lea.
Le leí la anteúltima página.
—El pensador de Flores Manuel Mandeb razonaba que un Paraí-
so general era absolutamente inapropiado para encontrar la dicha. Es
evidente que lo que hace la felicidad de unos promueve la desdicha
de otros.
En su extenso libro "Proyectos para la reforma del cielo", Mandeb
confiesa que la promesa del Edén se le convierte en amenaza, ante la
posibilidad de encontrarse allí con toda clase de sujetos desagradables.
También especula con la casi segura ausencia de sus mejores amigos.
Al cabo de una interminable serie de ejemplos, el hombre de Flo-
res se decide a postular que deben existir tantos paraísos como almas
que los merezcan.
Las objeciones son inevitables. Puede suponerse que ciertas dulces
presencias han de ser reclamadas en más de un cielo. Mandeb sugie-
re lisa y llanamente la creación de fantasmas cuyas conductas garan-
ticen la felicidad de cada bienaventurado.
-No está mal —dijo el fantasma.
—La flor no sirvió.
—Ya lo sé. Ella no lo querrá nunca.
—Usted hizo trampa.
—No. La flor fue inútil porque ella no es la Mujer Amada. Ade-
más usted no la necesita a ella. Usted necesita la flor. Usted es la flor.
Le arrojé en la cara la última página.
—Tome, ahora podrá entrar al cielo.
—No hay cielo ni hay infierno. Nunca volverá a ver a su padre
muerto. El amor no renace. La juventud no regresa. No hay milagros.
Los fantasmas no existen y este libro que soñamos no es más que un
fastidio de textos que otros pensaron.
—¿Quién es usted?
El fantasma me devolvió la última hoja,—Leé, leé para mí.
—Yo he soñado con un cielo. Contaré lo que vi en mi sueño, agre-
gando algunos goces que faltaban.
Me vi saliendo con mis amigos más queridos de la Universidad de
Salamanca. Don Miguel de Unamuno acababa de darnos clase, Ca-
minamos por un sendero arbolado. A cada instante nos saludaban se-
ñoritas maravillosas. Una de ellas nos invitó a una fiesta para esa
misma noche. Supe el nombre de algunos invitados: el hermano Pla-
tón, el hermano Shakespeare, el hermano Osear Wilde, el hermano
Miguel Ángel.
Al cabo de un rato comprendí que el paraíso estaba lleno de deli-
ciosos problemas. Que existía la incertidumbre y la esperanza y aun
el desengaño. Pero que todo asumía la más noble de sus formas.
Me crucé con mi tío Pedro Balbi, que manejaba el enorme auto de
mi abuelo Colombo. Iba a buscar a mi padre para ir al Hipódromo.
Supe que la noche anterior habíamos visto cantar a Carlos Gardel.
Ya cerca del despertar, al final del camino arbolado, me esperaban
unos ojos que ya no existen. Y entonces tuve la certeza de que ese era
el paraíso que Alguien había pensado para mí, el único posible.
El fantasma, llorando, se fue para siempre.
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