jueves, 13 de octubre de 2011

Novia


Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa. Me
amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de
ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la im-
puntualidad, en la mentira gratuita.
Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que su
llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera re-
cuerdo me despertó el temor de perderla.
El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui ha-
ciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a
vivir para ella.
Le hacía el amor en todos los zaguanes. Le cantaba valses de
Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más
hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hi-
ce sabio y generoso sólo para merecer su amor.
Pero un día me dejó.
—No te quiero más —me dijo, y se fue.
Supliqué un poco, sólo un poco, porque era bueno. Después
me puse a esperar la muerte sentado en un umbral.
Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que segura-
mente me había dejado por otro. Decidí averiguarlo.
Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de
trabajosa indiferencia.
Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta. Du-
rante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El resultado
de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por circuitos
inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis amistades. Mi
vida era una perpetua vigilancia.
Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una
noche la vi salir de su casa con aire decidido.
Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un hom-
bre, tal vez porque estaba demasiado linda.
La seguí entre las sombras y vi que se detenía en una esquina
que yo conocía bien. Me escondí en un portal. Ella se detuvo y
esperó, esperó mucho.
Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro, soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia,
pero él la rechazó.
Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en
verla sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto dia-
bólico. Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No po-
día concebirse un individuo más vil y detestable.
Caminaron. Tomaron un rumbo que no me sorprendió.
Al llegar a la luz de una avenida, pude ver que aquel hombre
era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto
me había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores
épocas. Con la impunidad de los necios.
No pude soportarlo. Pensé en cruzar la calle y pegarme una
trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí
mismo dejar tranquila a aquella muchacha. Pero el imperativo no
tiene primera persona y no supe qué decirme.
Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me
vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de advertencia.
Después los perdí de vista y me quedé llorando.

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