Tal vez fue en Villa Urquiza. Manuel Mandeb venía vaya a sa-
ber de dónde. En cierto momento, al llegar a un empedrado se
encontró con los rieles del antiguo tranvía.
No es posible saber qué silogismos se trenzaron en su cabeza.
El caso es que se detuvo en una esquina y se puso a esperar.
Ya era tarde. Pasaron horas. Un paseante curioso se le acercó.
—Lo veo desorientado ¿Puedo ayudarlo?
—No, gracias. Estoy esperando el tranvía.
El hombre le informó que hacía muchos años que ya no pasa-
ban tranvías por allí.
—No importa. Esperaré.
Cada tanto se asomaba hasta el medio de la calle y un poco
agachado escudriñaba el horizonte.
A veces caminaba algunos metros por la calle lateral, hasta que
súbitamente volvía corriendo a la esquina, temeroso de que el
tranvía apareciera justo en medio de sus modestas excursiones.
Más tarde, recordó que en este mundo las cosas se demoran
cuando perciben que son esperadas. Resolvió ejercer el disimulo
mirando en todas direcciones menos en aquella por la que podría
aparecer el tranvía.
Llegó el amanecer. Vecinos madrugadores le sugirieron la con-
veniencia de tomar el colectivo 107 pero Mandeb ya había toma-
do una decisión.
Durante la mañana, hizo algunas amistades ocasionales. El
tránsito era un poco más denso, lo que lo obligaba a prestar más
atención.
Llegó la tarde y otra vez la noche. En verdad pasaron muchos
días. Por momentos Manuel Mandeb sentía que su fe se quebran-
taba. Muchas veces sintió la tentación de optar por otros medios
de transporte que se le ofrecían seguros, concretos, convincentes.
Pero él esperaba el tranvía.
Las gentes del lugar le cobraron cierta simpatía y le convidaban
pan y vino. En cierta ocasión fue a comprar cigarrillos y al volver
pensó que tal vez en su ausencia el tranvía había pasado. Algunas
personas le aseguraron que no, pero un hombre que espera tran-
vías no confía en nadie.A veces se engañaba con luces prometedoras que finalmente
eran el desengaño de un camión. A veces sentía que el momento
estaba cerca y hasta llegaba a contar las monedas.
Nadie puede saber cuándo sucedió. Pero una noche, en el fon-
do de la calle apareció una luciérnaga. Y luego se oyó un llanto
mecánico. Poco después, amarillo y reluciente, un hermoso tran-
vía se detuvo frente a Manuel Mandeb. Desde el interior, un guar-
da fantasmagórico lo miró como convidándolo.
Mandeb permaneció quieto unos instantes y luego, sin decir
nada, se alejó caminando lentamente. Un rato más tarde subió en
un taxi y con voz firme ordenó:
—Artigas y Arangure.
A. Dolina
Sos el mejor del mundo, tus textos son mi mundo. Tus misterios, mis deseos. Te idolatro.
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